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Querer cambiar, pero sin mover un solo ladrillo: cuando la terapia “no funciona”

  • Foto del escritor: Zera psicologia
    Zera psicologia
  • 11 dic
  • 3 Min. de lectura
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Hay quienes llegan a consulta con un anhelo sincero: “quiero cambiar mi vida, quiero dejar de sentirme así”. Pero, al rascar un poquito, aparece un detalle incómodo: el deseo de cambio viene acompañado de una lista de excusas que no están dispuestas a moverse ni un centímetro.


Quieren alivio sin renuncia, resultados sin revisión interna, paz sin incomodidad. En el fondo, esperan que la terapia sea una especie de “borrador emocional” que quite las consecuencias de decisiones tomadas durante años… sin tocar las causas. Y aquí aparece la gran paradoja: no es que la terapia no funcione, es que la persona aún no está dispuesta a soltar la estructura que sostiene su malestar.


La idea de que un proceso terapéutico transforma la vida como si fuera un interruptor es tentadora, sobre todo cuando el sufrimiento pesa. Pero el cambio real implica revisar creencias, rituales internos, patrones heredados, modos de reaccionar, y sí: excusas que se han vuelto cómodas aunque duelan.


De hecho, muchas personas creen estar “trabajando” porque hablan del problema, pero evitan tocar aquello que lo sostiene. Así, repiten frases como:


  • “Estoy haciendo todo lo posible”.

  • “Ese no es el problema”.

  • “Así soy yo, no puedo cambiar”.

  • “La vida debería ser más fácil”.

  • “Yo quiero cambiar… pero que no sea tan difícil”.


La excusa actúa como amortiguador emocional: me protege del dolor de asumir responsabilidad, pero también me encierra en la misma vida que quiero dejar atrás.

Cuando el cambio se pide desde el deseo, pero no desde la acción, la terapia entra en un bucle silencioso: el profesional acompaña, confronta, sostiene… pero la persona no habilita el movimiento.


Entonces es común escuchar: “La terapia no me sirvió.” Pero lo que en realidad no “sirvió” fue el pacto que el paciente tenía consigo mismo: no tocar lo que duele, no revisar lo que hace daño, no hacerse cargo de su parte.


La terapia sí funcionó, solo que reveló la resistencia. Y esa revelación, aunque moleste, es un dato clínico valiosísimo. 


Cambiar implica incomodarse. Nadie crece desde la neutralidad emocional. El cambio implica:


  • soltar la narrativa que justifica,

  • asumir responsabilidad sin castigarse,

  • tolerar el malestar de modificar hábitos,

  • aceptar que la vida no mejora solo porque lo deseo, sino porque me involucro en ella.


Esto no es un regaño ni una sentencia: es una invitación a entender que el proceso terapéutico no es magia, es trabajo interno. Trabajo que a veces se posterga porque duele vernos de frente.


La excusa es cómoda, pero cara, tiene un costo: se paga en ansiedad, relaciones heridas, decisiones repetidas, oportunidades perdidas y, sobre todo, en la sensación de que la vida “debería ser distinta”.


Pero no hay transformación posible sin renunciar a la versión de mí que construyó las excusas para sobrevivir. No se trata de culpar, sino de reconocer que puedo hacer algo distinto.


Funciona cuando el paciente puede decirse honestamente:


  • “No sé cómo cambiar, pero estoy dispuesto a intentarlo.”

  • “Sé que hay cosas que tengo que revisar, aunque me incomoden.”

  • “No quiero seguir pagando el precio de mis excusas.”

  • “Estoy listo para participar activamente en mi proceso.”


Ahí la terapia se convierte en un espacio vivo, móvil, transformador. 


El cambio real inicia donde termina la excusa. A veces, el primer paso no es dejar de sufrir, sino dejar de huir del lugar donde se origina ese sufrimiento. Y sí, me incomoda. Pero también libera.


Porque cuando una persona deja de pedir que le quiten las consecuencias, y comienza a tocar las causas, todo el proceso terapéutico adquiere sentido, dirección y potencia.


La terapia no es un acto de magia. Es un acto de valentía.


Por ZERA psicología y Psicosentir y Actuar. 


 
 
 

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Zera Psicología

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